¿ Es real lo que estoy viendo ? Se preguntó Ignasi Rovira cuando pisó por primera vez esta remota región del sudoeste de Etiopía.
La imagen era casi irreal, dos niños bebiendo sangre directamente de una vaca a la cual le habían disparado un pequeño dardo; un rito ancestral con extraordinaria pureza aunque difícil de entender para el ojo occidental.
Llegar donde a penas llega la civilización no es fácil. No es un viaje cómodo: la carretera asfaltada se pierde a poco de salir de la capital para dejar paso a una pista de tierra que atraviesa el sudeste del país y que en el último tramo de ruta deja de existir para pasar directamente al campo a través.
Entremezclarse con ellos no es fácil. Son una tribu a la que no les gusta juntarse con extraños y todavía menos ser fotografiados, una seña de identidad propio de un pueblo orgulloso de si mismo, a veces un poco altivo y sobre todo guerrero. Los Surma son altos, esbeltos y de cuerpo atlético y con una mirada que a nadie deja indiferente.
Son auténticos maestros en la práctica del body art: se pintan el cuerpo dos o tres veces al día, como si cambiasen de ropa en una particular forma de seducción, de expresar su estado de ánimo o su orgullo. Las escarificaciones y mutilaciones que se infligen son también signos de elegancia, de fortaleza y de valor.
Las mujeres surma lucen unos platos labiales tan grandes que parecen querer estropear sus bocas entreabiertas. La dote va en función del tamaño del plato; cuanto mayor sea su disco, más suculenta será la dote matrimonial que tendrá que pagar la familia del novio en el momento de casarse.
Los niños encarnan la tradición . Ya desde pequeños, los surma se pintan el cuerpo imitando a pájaros, leopardos, cocodrilos o vacas.
Después de la cosecha, se celebra el “ritual del donga”, una lucha con palos donde dos adversarios desnudos se enfrentan en un duelo terrible que acaba cuando uno de ellos hinca la rodilla en el suelo. Esta pelea se utiliza para afirmar su virilidad, dirimir al más bravo guerrero o disputarse la misma mujer.
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