Cuando alguien te susurra la palabra Samarkanda, lo primero que nos recuerda esa palabra es a épocas pasadas o a esos cuentos de las mil y una noches que te contaban antes de acostarte. Es un lugar mágico en el que se entremezcla Oriente y Occidente y que vivió su máximo esplendor cuando Tamerlán, el heredero de Gengis Khan la nombró capital del imperio.
El sentido de la existencia de esta ciudad recae en la llamada Ruta de la seda, era el cruce de caminos en Asia Central donde llegaban y partían las caravanes repletas de mercancías para la gente que les esperaba a un lado y a otro del camino.
Otro de los factores importantes por las que esta ciudad se volvió importante es porque consiguieron obtener el secreto de la fabricación del papel. Contruyeron la primera fábrica este material en el mundo islámico y que exportaron al resto de Europa gracias a la Ruta de la Seda.
Samarkanda ha sido como el ave Fénix, que ha resurgido siempre de sus propias cenizas para volverse a levantar.
La época de mayor esplendor se produce entre 1372 y 1402 cuando Tumerlán supo conjugar lo mejor de Oriente y de Occidente para levantar la mejor de todas las ciudades. De Siria, Delhi y Anatolia se trajo a los mejores artesanos, arquitectos, vidrieros, marmoleros, orfebres para hacer de ella el centro del mundo. Mandó construir majestuosos edificios como la mezquita de Bibi Khanum, la imponente plaza central, llamada la Plaza de Registán, presidida por tres madrazas que aún hoy se conservan intactas, construidas bajo las normas árabe o el mauselo de Gur Emir dónde está enterrado el propio Tumerlán y toda la dinastía en el que se incluye su nieto Ulugbek. El fue quien contribuyó a la vida cultural y científica de Samarkanda haciendo construir el Observatorio lo que suposo la llegada de cientificos a la ciudad.
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